Tras humedales de labios deseosos la forma de la palabra da rienda suelta sin caer en terreno embarrado. Pero con el miedo por ver la palabra no solo puede caer en suelo varado sino lo más seguro en campo prohibido. Cuestiones de elegante estética, el salvoconducto es un artificio edulcorado. En cualquier momento se puede disipar por el tormento de la idea.
Las alondras se dispersan por el cielo esperando que los nubarrones oscuros no mojen sus alas libertarias. Y este cielo de negras sensaciones precipita la tristeza y sudoración de los tiempos de atar.
Encantamiento de conversación de dos universitarios risueños en aras de los sueños por ver. La historia se repite en el mundo del cortejo y la querencia natural por el ser deseado. Al menos, la enquistada crisis en estos temas no inmiscuye su arrogante curiosidad en busca de nuevos impuestos. El único, quizás, recuperar el derecho de pernada, que a este paso, no diría que no, todo está de nuevo por ver.
Y más, en este país nuestro, en el que a una princesa se la imputa, ¿qué van a pensar los niños?, ¿que van a decir los editores de cuentos infantiles? Que la princesa ahora es una bruja moderna. Qué pena, vamos a volver a los infantes locos y a las niñas que querían ser princesas. Qué perogrullo de 'reallity'. Es un trampantojo el que nos envuelve en esta novela de virtud y vicio, en este libelo en el que pierde siempre el lector que paga sus impuestos.
Qué valor al que nos debemos aferrar cuando cualquier inocente y honesta convicción es de nuevo derribada y arrastrada por esta crecida de ríos tentadores avariciosos y ejecutores del desahucio de los pies en la tierra.
La devoción de la calle ya derribó el 'Puente 59' de la canción de Simon y Garfunkel. Y los coros de la primavera buscan nueva imputación en aras de carnaza fresca, pero esta vez la imputada es una princesa y los niños perdieron la ilusión. La pregunta que recorría las calles en boca de niño español era: "¡mama, papa!, ¿es verdad que la princesa es tan mala como el golfo jugador de su marido? Si es así, yo no quiero ser princesa".
Las oníricas voces que se oían a través de los bosques de bambú reclamaban el silencio y el sosiego. Los niños estaban perdiendo el rumbo, no querían ser ni princesas ni deportistas sino tronistas y chonis del extrarradio de algún lugar llamado 'Shore'. O tertulianos de jabón en boca y espuma en mano, con el ricino en el deseo y la poderosa absenta en locuras de pantalla plana y edredón caliente.
Menos mal, que la cordura infantil no se perderá del todo y alguno de ellos aprenderá la lección de la justicia que imputó a la infanta. Velarán por el principio de justicia siempre que haya unos indicios para imputar. Luego, se verá si es inocente o culpable, pero los ciudadanos reclamábamos una igualdad, ahora inexistente. Por eso, los niños quieren volver a ser jueces y abogados. Creen el cuento de los fiscales y los tribunales de justicia. Creen ingenuos en la equidad y la solución acorde con el caso, quizás, como en 'Canción triste de Hill Street', salvando las distancias, pero al menos se humanizaban.
Mientras en el legendario jardín de Shalimar la danza de los sentidos nocturnos hace olvidar la realidad y nos adentramos en un onírico sueño de príncipes y princesas encantadas.
Por eso, yo me despido como siempre, hasta la semana que viene, releyendo el romance de Torre Alicia con el sano consejo de que eduquen a sus hijos en valores. Lean con ellos y sueñen también. Disfruten de mi ausencia, colorín colorado este cuento se ha acabado.
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