"Noche de difuntos a ritmo de rock"
Con sus pretensiones disueltas en chocolate. La prerrogativa de su voluntad era censurada por los picatostes mojados en cacao. Empapados como los calzoncillos de sus miedos. Despiertas las tensiones en la noche de los autos. El sudor frío contrarrestaba el calor del líquido marrón. La tesitura calorífica disimulaba el temor futuro a la negra noche.
Los saludos volverían a repetirse y las preguntas sin respuesta montarían a lomos del temido interrogante. La flagrante connivencia no deseada era sangre de temor y constante sufrimiento ante letanía venidera, sin suerte de epitafio compuesto. Era la noche de autos, los difuntos que vendrían a susurrar la verdad de la orilla opuesta. Era la carcoma como metralla en seso, la rotura fingida de una vida plácida.
El sortilegio de la media noche con su luna encendida estaba a la vuelta de la esquina y los misántropos corrían al encuentro de un aullido místico. Los otoños pálidos eran consigna de invierno y la sangre vocablo del penitente encandilado por él terrorífico enigma de las horas en vela. Los ojos se perfilaban como obsesiones de noctivagos y las perversiones eran ideas de madrugadas blancas. Convulsiones escenificadas en la cadenciosa y rítmica alusión al pecado de los cuerpos en canto de guitarra. Los acordes, llamaradas de vida en plegaria pecaminosa sobre la pérdida voluntad. Las muertes florecían en las letras de los himnos otorgados y Elvis contoneando sus caderas dirigía el cotarro. El ejército de zombis ejercía la mística sobre evanescente pulsión. Rompiendo las monótonas obsesiones de una reaccionaria caterva de pusilánimes bien peinados.
Fundido con la noche oscura su alma de rebelde florecía como Orquidea salvaje entre los brazos colmados del sexo libertario. El pensamiento reflujo de su pulso se vio libre del encadenamiento asimilado a los endecasílabos de sus cotidianos refranes. De su imaginación con derecho a, era condenado por ser encausado rebelde y de la huida de West Side Story al confín de la noche prometida en las avenidas de American Grafitty. Posibilitó el olvido y disfruto muerto de lo que la vida no le dio. Saltó el corsé de la corbata sobre su cuello y las calles fueron el hogar de su patria. Desde entonces los aullidos son cada vez más audibles. Desde entonces los lobos platican con el. Y su ser ya no confiere las dudas al pecado. Porque él es el pecado. La señal de su cruz el confín donde asir el alma errante de su reserva espiritual. Desde entonces su ser es el espejo nocturno del disfrute y de la libertad. Y todo por culpa de un rock and roll. Todo por culpa de aquella noche de difuntos.
Señor Jerry Lee, una noche de música con ese "monstruo" (en su acepción de "extraordinario", claro está) sólo podría ser... ¡fantástica!
ResponderEliminarComo de costumbre, evocador y precioso texto.